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03/03/2022
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LOS PRIVILEGIOS OLVIDADOS

LOS PRIVILEGIOS OLVIDADOS

Kostas Vrachnos

Se da una analogía entre el joven que ignora el privilegio de la juventud y el mayor que se olvida del privilegio de haber cumplido años: ambos se muestran igualmente ingratos ante el inconcebible don de existir. De ahí la paradoja en virtud de la cual los jóvenes se apresuran a madurar y los viejos se obsesionan por aparentar ser jóvenes. La diferencia radica en que los primeros sufren menos dentro de su desfase interior, pues las sociedades modernas (y envejecidas) están constituyéndose, cada vez más, en base al reciente culto a la juventud, como si dicha etapa pasajera fuese un estado permanente que albergara en exclusiva las llaves de la bienaventuranza. 

En efecto, la ciencia y la tecnología han hecho que la esperanza de vida haya aumentado entre 20 y 30 años. Sin embargo, lo que se ha prolongado no es la vida, sino la vejez y sus fantasías de rejuvenecimiento, evolución con tremendas consecuencias demográficas, económicas, sociológicas, pero también antropológicas y ontológicas. En este marco, la gran conquista de la jubilación se torna en desgracia para sus beneficiarios, apenas conscientes de dicha dádiva.

Entre el prototipo de la juventud y la manía de la felicidad, los jóvenes, rebosantes de voluntad, energía, belleza, egocentrismo y hedonismo, se mueven cual indiscutibles y aventajados protagonistas del juego. Aun así, están desprovistos de dos factores-clave: la experiencia atesorada y la distancia necesaria, que modelan la conciencia propiamente dicha y posibilitan la evaluación adecuada. Impacientes e ingenuos por naturaleza, los jóvenes malgastan el tiempo, creyéndolo infinito, omitiendo vivir el momento o viviéndolo como mero instante y no como condensación de lo vitalicio («¿Qué es la vida entera, perdida en el océano de la eternidad, sino un gran instante?», afirma el maestro Jankélévitch). Lo que traen los años es justamente esa sensación de contingencia y fugacidad que revela el significado y el valor dramático de las cosas terrenales, junto con una especie de preponderancia de la contemplación ante a la acción y de saber distinguir lo fútil de lo sustancial, que garantizan, a fin de cuentas, el placer en el sentido más completo de la palabra. En contra, pues, de la mentalidad de la época y de acuerdo con aquella tradición que no identifica el saber con el dolor, sino que asocia el conocimiento al goce, Bruckner sostiene nada más y nada menos que en realidad somos más felices a partir de la mitad del camino, cuando ya podemos valorar la juventud; que, a partir de los 50 años, disfrutamos de cada día de modo más intenso sabiendo que el tiempo no volverá jamás. 

Foto de Nicole Molina Pernalete - 1ª Edición Concurso de fotografía CENIE

De pronto, oímos la antigua voz que advierte sobre la superioridad de los placeres espirituales frente a los corporales. Solo que para la antigua sabiduría estas delicias se consiguen a través del apagamiento de los apetitos “bajos”. Por tanto, resulta dudoso hasta qué punto tiene razón Platón poniendo en el primer libro de la República al anciano Céfalo a suspirar de alivio porque en la vejez nos libramos por fin de la tiranía de los deseos, cuando hoy en día es precisamente la desculpabilización del deseo y del deleite lo que mantiene vivo el interés y el entusiasmo de la gente mayor por la vida. Una cosmovisión optimista difícilmente se compagina con principios ascéticos. Lo que sí hace falta, ahora y siempre, es el cuidado por la calidad de la satisfacción, regulada en este caso por un realismo perspicaz y comedido.  

Bruckner respeta demasiado el Misterio como para repartir lecciones o instrucciones a diestro y siniestro. Toda su problemática en torno a la pregunta “¿cómo envejecer bien?” gira alrededor de la idea de un digno e inteligente aprovechamiento del cortísimo plazo que nos es concedido de regalo. No es un obseso con perseguir la felicidad a toda costa, sino un aspirante a materializar lo mejor posible las incontables posibilidades de la vida, siempre dentro de los límites implacables e insuperables de la misma... Se da un trasfondo de índole ética detrás de sus observaciones al respecto, que tiene que ver con la convicción de que el derecho debe conservar su carácter de prerrogativa y jamás volverse exigencia. Hay que ser humildes, o sea agradecidos, y no codiciosos, quejosos; tal vez, hacer o mantenerse hasta cierta medida niños, pero no mimados. 

Desde un punto de vista, nuestra estadía es tan breve y nuestra ignorancia tan grande que cualquier división en períodos absolutos parece casi cómica. Pasamos de una edad a otra sin apenas darnos cuenta, hasta que llegamos — si tenemos la suerte de no perecer antes — a la vejez con una sensación de haber sido pillados por sorpresa. Cambiamos de edades totalmente perplejos, desprevenidos, impreparados, asombrados. Pero ¿hay asombro que pueda compararse con el de encontrarse en el mundo? Y es, por cierto, la aptitud metafísica para este asombro existencial lo que para Bruckner condiciona la calidad de todo lo mundano.

El tema del “aprovechamiento” de nuestra presencia atañe a la totalidad de los vivientes, independientemente de su edad física, psíquica y espiritual, y concierne principalmente al vivir con plenitud cada instante, reconocer su valor inestimable e intentar hacer de él el mejor uso posible. En este contexto, la longevidad puede considerarse un excelente logro solamente si el alargamiento de la vida supone una prolongación del plazo para explorar, realizar y celebrarla. De todos modos, uno apenas puede aprovechar o disfrutar en profundidad de nada en este mundo, si antes no siente gratitud por estar vivo o, al menos, no se siente mínimamente afortunado de haber nacido. El “veranillo” de la vida, el período de renovación y esperanzas que se nos regala más allá de la cincuentena, no se debe desaprovechar de ninguna manera. Y ¿cuándo podemos decir que se desaprovecha? Cuando, sometidos a los prejuicios descabellados de la sociedad crono y gerontofóbica, nos retiramos de la dinámica del deseo y nos jubilamos de la vida —además del trabajo—, muriendo antes de tiempo. Bruckner hace en su filosofía de la longevidad especial hincapié en el tema del amor de las personas mayores, último gran tabú que tenemos que demoler, donde se refleja de forma elocuente la actitud autodestructiva de los humanos, al renunciar voluntariamente a un obsequio que dota a la existencia de sentido y alegría, y que ayuda a reinventar y reiniciarla. Claro, sigue, que hay limitaciones objetivas y hemos de admitir de manera realista que a medida que la vida avanza el abanico de las oportunidades se va limitando. Pero es importante, por una parte, rescatar y nutrir esa mentalidad exploradora típica del niño y el joven y, por otra, asumir con tranquilidad que hay opciones irrealizables, puertas cerradas, por la biología. La prudencia que proporcionan los años señala puertas que quedan por explorar más a fondo. Y el mundo es increíblemente insondable y espera a los seres que lo exploren. 

Foto de Bahram Bayat​ - 1ª Edición Concurso de fotografía CENIE

Pascal Bruckner viene a recordarnos lo que de puro sobreentendido se olvida: que el haber nacido es un don supremo y el estar vivo un privilegio inimaginable, un milagro omnipresente al cual corresponde el continuo estupor. El secreto —si es que lo hay— de una vejez feliz es el mismo que vale para todas las edades y se refiere al cultivar las capacidades, al reivindicar las pasiones, al remodelar sin miedos, pudores o culpas el destino, al aprender a apreciar lo que se tiene, a armonizar el carpe diem con los proyectos sensatos. Pero no nos hagamos ilusiones: es imposible salir de nuestro radio de percepción y actuación y cosechar lo no sembrado. La edad no aporta nada que no hayamos ido instilando desde pequeños. Aunque suene un poco a espiritualidad barata, merece la pena confiar en que, si amamos la vida, la vida nos amará, nos tratará bien. De ahí que el máximo deber de los exjóvenes hacia los futuros viejos estribe en enseñarles a amar la vida, en prepararles para que sean sensibles a su preciosidad, pese a sus dificultades, injusticias, miserias, pérdidas y absurdos, o, si se prefiere, tomándolo todo como el justo precio del superávit de sobrevivir, pues se goza únicamente lo que se pierde. Ahora bien, en cuanto al «breve tiempo que resta de vida, ni debe ser deseado con avidez, ni ser rechazado sin causa», aconseja Cicerón. En cualquier caso, conforme a Séneca, «la vida es lo bastante larga, y para realizar las cosas más importantes se nos ha otorgado con generosidad, si se emplea bien toda ella». Ni la inevitabilidad ni la inminencia de la muerte ni el sufrimiento en sus múltiples formas deben llevarnos al olvido del privilegio maravilloso de existir. Bruckner alude a una frase sencilla del pensador cordobés que le ha marcado profundamente: «Todos los días hay que dar gracias a Dios por estar vivos». Así de simple.

Sobre el autor

Kostas Vrachnos (Kalamata, 1975). Licenciado en Filosofía y Teología (Universidad de Atenas, 1998 y 2008, respectivamente) y Doctor en Filosofía (Universidad de Salamanca, 2003). Ha publicado los poemarios El hambre del cocinero (2008) y Encima del subsuelo (2014), el ensayo El misterio como problema (2010) y los libros de relatos breves Dios mediante (2017) y Vladivostok (2020). Ha traducido, entre otros, a C. E. de Ory, J. V. Piqueras, M. Labordeta, O. Girondo y J. Cortázar. Funcionario del Ministerio de Cultura y Deporte. Colaborador de la revista Frear.